MACARIO de Juan Rulfo
RODRÍGUEZ, de Francisco Espínola.
Como aquella luna había puesto todo igual, igual que de día, ya
desde el medio del Paso, con el agua al estribo, lo vio Rodríguez
hecho estatua entre los sauces de la barranca opuesta. Sin dejar de
avanzar, bajo el poncho la mano en la pistola por cualquier evento,
él le fue observando la negra cabalgadura, el respectivo poncho
más que colorado. Al pisar tierra firme e iniciar el trote, el otro, que
desplegó una sonrisa, taloneó, se puso también en movimiento... y
se le apareó. Desmirriado era el desconocido y muy, muy alto. La
barba aguda, renegrida. A los costados de la cara, retorcidos
esmeradísimamente, largos mostachos le sobresalían.
A Rodríguez le chocó aquel no darse cuenta el hombre de que, con
lo flaco que estaba y lo entecado del semblante, tamaña atención a
los bigotes no le sentaba.
-¿Va para aquellos lados, mozo? -le llegó con melosidad.
Con el agregado de semejante acento, no precisó más Rodríguez
para retirar la mano de la culata. Y ya sin el menor interés por saber
quién era el importuno, lo dejó, no más, formarle yunta y siguió su
avance a través de la gran claridad, la vista entre las orejas de su
zaino, fija.
- ¡Lo que son las cosas, parece mentira!... ¡Te vi caer al paso,
mirá... y simpaticé enseguida!
Le clavó un ojo Rodríguez, incomodado por el tuteo, al tiempo que
el interlocutor le lanzaba, también al sesgo una mirada que era un
cuchillo de punta, pero que se contrajo al hallar la del otro, y de
golpe, quedó cual la del cordero.
-Por eso, por eso, por ser vos, es que me voy al grano, derecho.
¿Te gusta la mujer? Decí Rodríguez, ¿te gusta?
Brusco escozor le hizo componer el pecho a Rodríguez, más se
quedó sin respuesta el indiscreto. Y como la desazón le removió su
fastidio, Rodríguez volvió a carraspear, esta vez con mayor dureza.
Tanto que, inclinándose a un lado del zaino, escupió.
- Alegrate, alegrate mucho, Rodríguez - seguía el ofertante mientras
en el mejor de los mundos, se atusaba sin tocarse la cara, una guía
del bigote. –Te puedo poner a tus pies a la mujer de tus deseos.
¿Te gusta el oro?... Agenciate latas, Rodríguez, y botijos, y te los
lleno toditos. ¿Te gusta el poder, que también es lindo? Al
momento, sin apearte del zaino, quedarás hecho comisario o jefe
político o coronel. General, no, Rodríguez porque esos puestos los
tengo reservados. Pero de ahí para abajo... no tenés más que
elegir.
Muy fastidiado por el parloteo, seguía mudo, siempre, siempre
sosteniendo la mirada hacia adelante, Rodríguez.
-Mirá, vos no precisás más que abrir la boca...
-¡Pucha que tiene poderes, usted!- fue a decir, Rodríguez; pero se
contuvo para ver si, a silencio, aburría al cargoso.
Este, que un momento aguardó tan siquiera una palabra, sintióse
invadido como por el estupor. Se acariciaba la barba; de reojo miró
dos o tres veces al otro... Después, su cabeza se abatió sobre el
pecho, pensando con intensidad. Y pareció que se le había tapado
la boca.
Asimismo bajo la ancha blancura, ¡qué silencio, ahora, al paso de
los jinetes y de sus sombras tan nítidas! De golpe pareció que todo
lo capaz de turbarlo había fugado lejos, cada cual con su ruido.
A las cuadras, la mano de Rodríguez asomó por el costado del
poncho con tabaquera y con chala, Sin abandonar el trote se puso a
liar.
Entonces, en brusca resolución el de los bigotes rozó con la
espuela a su oscuro que casi se dio contra unos espinillos.
Separado un poco así, pero manteniendo la marcha a fin de no
quedarse atrás, fue que dijo:
-¿Dudás, Rodríguez? ¡Fijate en mi negro viejo!
Y siguió cabalgando en un tordillo como leche. Seguro de que,
ahora sí, había pasmado a Rodríguez y no queriendo darle tiempo a
reaccionar, sacó de entre los pliegues del poncho el largo brazo
puro hueso, sin espinarse manoteó una rama de tala y señaló,
soberbio:
-¡Mirá!
La rama se hizo víbora, se debatió brillando en la noche al querer
librarse de tan flaca mano que la oprimía por el medio y, cuando
con altanería el forastero la arrojó lejos, ella se perdió a los silbidos
entre los pastos.
Registrábase Rodríguez en procura de su yesquero. Al
acompañante, sorprendido del propósito, le fulguraron los ojos. Pero
apeló al poco de calma que le quedaba, se adelantó a la intención y
dijo con forzada solicitud, otra vez muy montado en el oscuro:
-¡No te molestés! ¡Servite fuego, Rodríguez!
Frotó la yema del índice con la del dedo gordo. Al punto una
azulada llamita brotó entre ellos. Corrióla entonces hacia la uña del
pulgar y, así, allí paradita, la presentó como en palmatoria.
Ya el cigarro en la boca, al fuego la acercó Rodríguez inclinando la
cabeza, y aspiró.
-¿Y?... ¿Qué me decís, ahora?
-Esas son pruebas- murmuró entre la amplia humada Rodríguez,
siempre pensando qué hacer para sacarse de encima al pegajoso.
Sobre el ánimo del jinete del oscuro la expresión fue un baldazo de
agua fría. Cuando consiguió recobrarse, pudo seguir, con creciente
ahínco, la mente hecha un volcán.
-¿Ah, sí? ¿Con que pruebas, no? ¿Y esto?
Ahora miró de lleno Rodríguez, y afirmó en las riendas al zaino,
temeroso de que se le abrieran de una cornada. Porque el
importuno andaba a los corcovos en un toro cimarrón, presentado
con tanto fuego en los ojos que milagro parecía no le estuviera ya
echando humo el cuero.
-¿Y esto otro? ¡Mirá qué aletas, Rodríguez!- se prolongó, casi
hecho imploración, en la noche.
Ya no era toro lo que montaba el seductor, era bagre. Sujetándolo
de los bigotes un instante, y espoleándolo asimismo hasta hacerlo
bufar, su jinete lo lanzó como luz a dar vueltas en torno a
Rodríguez. Pero Rodríguez seguía trotando. Pescado, por grande
que fuera, no tenía peligro para el zainito.
-Hablame, Rodríguez, ¿y esto?... ¡por favor, fijate bien!... ¿Eh?...
¡Fijate!
-¿Eso? Mágica, eso.
Con su jinete abrazándole la cabeza para no desplomarse del
brusco sofrenazo, el bagre quedó clavado de cola.
-¡Te vas a la puta que te parió!
Y mientras el zainito -hasta donde no llegó la exclamación por haber
surgido entre un ahogo- seguía muy campante bajo la blanca, tan
blanca luna tomando distancia, el otra vez oscuro, al sentir
enterrársele las espuelas, giró en dos patas enseñando los dientes,
para volver a apostar a su jinete entre los sauces del Paso.
(Extraído de
Francisco Espínola. Cuentos completos. Arca
Editorial. Montevideo, 1987) Para leer y elegir el cuento que se analizará en clase El lobisón
Una
noche en que no teníamos sueño, salimos afuera y nos sentamos. El triste
silencio del campo plateado por la luna se hizo al fin tan cargante que dejamos
de hablar, mirando vagamente a todos lados. De pronto Elisa volvió la
cabeza.
—¿Tiene miedo? —le
preguntamos.
—¡Miedo! ¿De qué?
—¡Tendría que ver! —se rió
Casacuberta—. A menos...
Esta vez todos sentimos ruido. Dingo,
uno de los perros que dormían, se había levantado sobre las patas delanteras,
con un gruñido sordo. Miraba inmóvil, las orejas paradas.
—Es en el ombú —dijo el dueño de casa,
siguiendo la mirada del animal. La sombra negra del árbol, a treinta metros, nos
impedía ver nada. Dingo se tranquilizó.
—Estos animales son locos —replicó
Casacuberta—, tienen particular odio a las sombras...
Por segunda vez el gruñido sonó, pero
entonces fue doble. Los perros se levantaron de un salto, tendieron el hocico, y
se lanzaron hacia el ombú, con pequeños gemidos de premura y esperanza.
Enseguida sentimos las sacudidas de la lucha.
Las muchachas dieron un grito, las
polleras en la mano, prontas para correr.
—Debe ser un zorro: ¡por favor, no es
nada! ¡toca, toca! —animó Casacuberta a sus perros. Y conmigo y Vivas corrió al
campo de batalla. Al llegar, un animal salió a escape, seguido de los
perros.
—¡Es un chancho de casa! —gritó aquél
riéndose. Yo también me reí. Pero Vivas sacó rápidamente el revólver, y cuando
el animal pasó delante de él, lo mató de un tiro.
Con razón esta vez, los gritos
femeninos fueron tales, que tuvimos necesidad de gritar a nuestro turno
explicándoles lo que había pasado. En el primer momento Vivas se disculpó
calurosamente con Casacuberta, muy contrariado por no haberse podido dominar.
Cuando el grupo se rehizo, ávido de curiosidad, nos contó lo que sigue. Como no
recuerdo las palabras justas, la forma es indudablemente algo
distinta.
—Ante todo —comenzó— confieso que desde
el primer gruñido de Dingo preví lo que iba a pasar. No dije nada, porque era
una idea estúpida. Por eso cuando lo vi salir corriendo, una coincidencia
terrible me tentó y no fui dueño de mí. He aquí el
motivo.
![]()
Pasé, hace tiempo, marzo y abril en una
estancia del Uruguay, al norte. Mis correrías por el monte familiarizándome con
algunos peones, no obstante la obligada prevención a mi facha urbana. Supe así
un día que uno de los peones, alto, amarillo y flaco, era lobisón. Ustedes tal
vez no lo sepan: en el Uruguay se llamaba así a un individuo que de noche se
transforma en perro o cualquier bestia terrible, con ideas de
muerte.
De vuelta a la estancia fui al
encuentro de Gabino, el peón aludido. Le hice el cuento y se rió. Comentamos con
mil bromas el cargo que pesaba sobre él. Me pareció bastante más inteligente que
sus compañeros. Desde entonces éstos desconfiaron de mi inocente temeridad. Uno
de ellos me lo hizo notar, con su sonrisita compasiva de
campero:
—Tenga cuidao,
patrón...
Durante varios días lo fastidié con
bromas al terrible huésped que tenían. Gabino se reía cuando lo saludaba de
lejos con algún gesto demostrativo.
En la estancia, situado exactamente
como éste, había un ombú. Una noche me despertó la atroz gritería de los perros.
Miré desde la puerta y los sentí en la sombra del árbol destrozando rabiosamente
a un enemigo común. Fui y no hallé nada. Los perros volvieron con el pelo
erizado.
Al día siguiente los peones confirmaron
mis recuerdos de muchacho: cuando los perros pelean a alguna cosa en el aire, es
porque el lobisón invisible está ahí.
Bromeé con
Gabino.
—¡Cuidado! Si los bull-terriers lo
pescan, no va a ser nada agradable.
—¡Cierto! —me respondió en igual tono—.
Voy a tener que fijarme.
El tímido sujeto me había cobrado
cariño sin enojarse remotamente por mis zonceras. Él mismo a veces abordaba el
tema para oírme hablar y reírse hasta las lágrimas.
Un mes después me invitó a su
casamiento; la novia vivía en el puesto de la estancia lindera. Aunque no
ignoraban allá la fama de Gabino, no creían, sobre todo
ella.
—No cree —me dijo maliciosamente. Ya
lejos, volvió la cabeza y se rió conmigo.
El día indicado marché; ningún peón
quiso ir. Tuve en el puesto el inesperado encuentro de los dueños de la
estancia, o mejor dicho, de la madre y sus dos hijas, a quienes conocía. Como el
padre de la novia era hombre de toda confianza, habían decidido ir,
divirtiéndose con la escapatoria. Les conté la terrible aventura que corría la
novia con tal marido.
—¡Verdad! ¡La va a comer, mamá! ¡La va
a comer! —rompieron las muchachas.
—¡Qué lindo! ¡Va a pelear con los
perros! ¡Los va a comer a todos! —palmoteaban alegremente.
En ese tono ya, proseguimos forzando la
broma hasta tal punto que, cuando los novios se retiraron del baile, nos
quedamos en silencio, esperando. Fui a decir algo, pero las muchachas se
llevaron el dedo a la boca.
Y de pronto un alarido de terror salió
del fondo del patio. Las muchachas lanzaron un grito, mirándome espantadas. Los
peones oyeron también y la guitarra cesó. Sentí una llamarada de locura, como
una fatalidad que hubiera estado jugando conmigo mucho tiempo. Otro alarido de
terror llegó, y el pelo se me erizó hasta la raíz. Dije no sé qué a las mujeres
despavoridas y me precipité locamente. Los peones corrían ya. Otro grito de
agonía nos sacudió, e hicimos saltar la puerta de un empujón; sobre el catre, a
los pies de la pobre muchacha desmayada, un chancho enorme gruñía. Al vernos
saltó al suelo, firme en las patas, con el pelo erizado y los bellos retraídos.
Miró rápidamente a todos y al fin fijó los ojos en mí con una expresión de
profunda rabia y rencor. Durante cinco segundos me quemó con su odio.
Precipitóse enseguida sobre el grupo, disparando al campo. Los perros lo
siguieron mucho tiempo.
Éste es el episodio; claro es que ante
todo está la hipótesis de que Gabino hubiera salido por cualquier motivo,
entrando en su lugar el chancho. Es posible. Pero les aseguro que la cosa fue
fuerte, sobre todo con la desaparición para siempre de
Gabino.
Este recuerdo me turbó por completo
hace un rato, sobre todo por una coincidencia ridícula que ustedes habrán
notado; a pesar de las terribles mordidas de los perros —y contra toda su
costumbre— el animal de esta noche no gruñó ni gritó una sola
vez.
Publicado
originalmente en Caras y Caretas, el 14 de julio de
1906.
El almohadón de pluma Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer. Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre. La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia. En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido. No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra. Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos. -No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida. Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección. Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor. -¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra. Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror. -¡Soy yo, Alicia, soy yo! Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando. Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos. Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor. -Pst... -se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio... poco hay que hacer... -¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa. Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha. Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán. Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón. -¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre. Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras. -Parecen picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación. -Levántelo a la luz -le dijo Jordán. La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban. -¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca. -Pesa mucho -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar. Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca. Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia. Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma. A la deriva
El hombre pisó algo blancuzco, y en seguida
sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento
vio una yaracacusú que, arrollada sobre sí misma, esperaba otro
ataque.
El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras. El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho. El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que, como relámpagos, habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento. Llegó por fin al rancho y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba. -¡Dorotea! -alcanzó a lanzar en un estertor-. ¡Dame caña1! Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno. -¡Te pedí caña, no agua! -rugió de nuevo-. ¡Dame caña! -¡Pero es caña, Paulino! -protestó la mujer, espantada. -¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo! La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta. -Bueno; esto se pone feo -murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla. Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo. Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentose en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú. El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito -de sangre esta vez- dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte. La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados. La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho. -¡Alves! -gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano. -¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! -clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva. El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única. El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración. El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú. El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje. ¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay. Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente. De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho. ¿Qué sería? Y la respiración... Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves... El hombre estiró lentamente los dedos de la mano. -Un jueves... Y cesó de respirar. El Mundo |
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Eduardo Galeano
A la vuelta, contó. Dijo que había contemplado, desde allá arriba, la vida humana. Y dijo que somos un mar de fueguitos. —El mundo es eso —reveló—. Un montón de gente, un mar de fueguitos. Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás. No hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento, y gente de fuego loco, que llena el aire de chispas. Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman; pero otros arden la vida con tantas ganas que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca, se enciende.
Irse Eduardo Galeano Esta mujer quiere trabajar, que es por necesidad y no por tendencia al vicio, y no tiene más remedio que irse. Se marcha al norte, a riesgo de morir de bala o sed en la travesía de la frontera, y dice adiós a sus hijos, queriendo decirles hasta luego. Ya yéndose de Oaxaca, se arrodilla ante la Virgen de Guadalupe, en un altarcito de paso, y le ruega el milagro: -No te pido que me des. Te pido que me pongas donde hay. |
Blog destinado a divulgar el trabajo en lectura y escritura en la clase de Literatura en los grupos 3er. Año de la Escuela Técnica de Río Branco.
Narrativa
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